(2011)
Llegó el primer otoño y ni una sola hoja se fue de mi estructura. Ni un ligero amarilleo -al menos, no lo percibí-, ninguna tristeza seca desarropó mis ramas. Así ocurrió con el segundo otoño y los siguientes. Era joven, para siempre; mi hoja era perenne: ¡nunca moriría! Me acostumbré a pensarme eterno. A partir de ese momento dejé de preocuparme por la vida.
Pasó el tiempo y... ¿qué es el tiempo para quien se intuye ilimitado?
Pero al final de aquel verano noté algo, sentí un ligero amarilleo entre mis láminas. Más tarde se me fue todo el zumo de las venas. El viento azotó mi ligereza: me desprendía, agonizaba; el fin estaba cerca. Era caduco. Y yo no estaba preparado.
Todos los derechos©Ángeles Fernangómez (texto y foto)
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Todos los derechos©Ángeles Fernangómez (texto y foto)