(Cosas serias en clave de humor.
Un guiño a los pintores y poetas de "Versos Pintados del Café Gijón)
Éramos socios de un club en el que se admitían mujeres. Lo cierto es que las mujeres abundábamos.
Nos habíamos reunido para almorzar. “Poetas y Pintores”-rezaba el título del libro que no estaba editado todavía. A los poetas nos gustaba mirar cuadros y a los que pintaban, escuchar los versos. Y todos tan contentos.
Nos reuníamos para celebrar que era un día cualquiera de un mes de un año..., que había salido el sol por Antequera y que la primavera había llegado nada más terminar el invierno, -por ejemplo-. Siempre que nos reuníamos era para celebrar cosas así. Y era preciso deliberar un poco sobre ello. Cada vez que nos juntábamos a comer, era en lugares diferentes. Y tenía su porqué. Aquel día el almuerzo era en La Casa de No-Sé-Dónde.
María Karmela irradiaba luz de su melena rubia y de sus ojos claros. Ella pintaba y dijo que, esa mañana, había salido el sol de tal manera que le había hecho ver las formas con una perspectiva nueva y diferente a todas las demás mañanas (era su hora preferida para estos menesteres). Luego sonrió.
Liarana miraba a derecha e izquierda sin decir nada.
Fonso se lo tomaba muy en serio.
Parola, que aunque su nombre parezca de origen italiano, había nacido en Méjico y, por lo tanto, era mejicana, llegaba siempre con esa cadencia de paso y ese deje pausado propio de su tierra. Sin embargo, en poco tiempo preparaba tal revolución en el grupo, que ni el propio Zapata. Ella escribía versos eróticos la mayor parte de las veces. Pero llegó diciendo que no tenía el día.
De vez en cuando se hacía difícil deliberar seriamente, como a Fonso le gustaba, porque El-Fará lo complicaba. El-Fará le sacaba punta a una bombilla si era menester y si la forma de la bombilla era alargada, ya la habíamos liado porque, para él, no era alargada sino fálica y ya teníamos la frasecita compuesta. Se partía de risa él mismo y luego se quedaba tan serio como una estatua, como si allí no hubiera pasado nada. Miraba con delicadeza a su entorno y sonreía. Pero para entonces, a los demás ya se nos había quedado la boca estirada por el contagio de la risa y no encontrábamos la forma de poner el rictus relajado. Él sí.
La camarera, joven ella, llegó con su libreta. Llevaba delantal rojo por encima de un vestido negro y ajustado.
-¡Joder! –dijo Filarión por lo bajines-, aquí las camareras van vestidas de anarquistas.
Filarión tenía una vasta cultura clásica, aunque se ganara la vida con la alquimia. Sus poemas, además de tener un nivel bien elevado (“¿elequé?”, -hubiera dicho El-Fará, interrumpiendo el discurso), pues además de eso, cuando los declamaba con su potente voz, se elevaban más aún (nueva interrupción con pregunta inocente). Y si Filarión no se hubiera quitado aún la boina de guerrillero, todavía parecían con más fuerza los poemas.
Alguien, desde la cocina, llamó a la camarera, que estaba a punto de declamar la comanda. La camarera se dio media vuelta y se alejó. El lazo rojo del delantal le caía como un ramo de flores rojas por encima del culo. Los hombres del club no estaban ajenos y apuntaron con la vista hacia el florero.
Se perdió entre cacerolas y, esta vez, vino un camarero que vestía lo mismo pero en la modalidad pantalón. Cantó el menú de forma muy profesional: Primero, los primeros; segundo, los segundos, y el postre para luego.
-Cazón dice, ¿qué es cazón? –preguntó Marino, el portugués.
-Es un pescado. Antiguamente se preparaba en una especie de cazos, y de ahí le viene el nombre según dicen; aunque ya sabe usted que estas cosas... Pues eso: de cazo..., cazón.
-Claro –dijo Parola, –como de guapo, guapetón.
-O de raza, razón –ricé yo el rizo casi al oído de El-Fará para provocarle un poco más la risa y que no me oyera la parida el camarero. Pero se la provoqué más de la cuenta, creo, porque respondió:
-Sí, claro, o de pez, pezón.
Y ya empezamos. Llorábamos literalmente de la risa. Él frenó en un santiamén, pero yo ya no podía parar.
El camarero se fue y todo quedó de nuevo en familia.
Cerca de la mesa pasó la camarera que había estado a punto de tomarnos nota hacía un rato y Bettrizia la llamó para pedirle agua. Aproveché yo para pedirle también que me “cantara” de nuevo los segundos platos porque no acababa de estar convencida con mi decisión.
-¿Podría repetirme lo que hay de segundos, por favor? –le dije-. Por cierto, yo soy María Angélica, además de la narradora de esta historia, también escribo versos, pero ya me presentaré mejor más adelante, ustedes me sabrán disculpar, que si no pierdo el hilo. Aunque, pensándolo bien, ¿qué más puedo decir de mí sino que pertenezco al club y que el nombre me lo puso mi abuela porque decía que sonaba muy romántico? Así era mi abuela. Recuerdo que le gustaba encontrar cualquier disculpa para vestirse de época. Yo no entendía entonces lo de la “época” esa y preguntaba: “Pero ¿de qué época se viste la abuela?” “¡Ay, hija, pues de época. De época es..., de época”. Y me quedaba igual que antes de la pregunta; hasta que fui mayor y lo entendí.
Pero cerremos el paréntesis y volvamos a la historia. Decía que yo había pedido a la camarera que me repitiera los segundos platos.
-Pues tenemos entrecot, chuletas, calamares a la romana, cazón, huevos estrellados, huevos rellenos, langostinos con salmón...
-Yo quiero calamares –dije. ¿Puedo hacer el cambio?
-Estuve a punto de pedir huevos, –dijo El-Fará, porque dicen que de lo que se come..., pero me quedo con los langostinos. Lo de los huevos estrellados me da un-no-sé-qué... De todas formas –dijo dirigiéndose a la camarera con pelín de sorna- ¿cómo son los huevos rellenos?
-El plato trae dos huevos partidos por la mitad...
-¡Aaay, no! –dijo El-Fará procurando que no le oyera la camarera (o vete tú a saber...)
-Están rellenos de atún –continuó. Y luego bien untaditos con mahonesa y...
-¡Qué bien! Eso ya está mejor.
-¿Cómo? –dijo la camarera.
-No, nada, que mejor me quedo con los langostinos.
-Muy bien, ahora mismo viene todo.
Y se fue rumbo a la cocina por donde había venido.
Azid hizo un comentario sobre los que confunden las licencias poéticas con construir gramaticalmente mal las oraciones. Quizá fuera el más sensato de todo el club. Filarión sacó un poco a pasear a sus caballos de Aquiles, y Bettrizia, que hasta entonces había estado muy calladita, contó sus últimos proyectos pictóricos. Bettrizia pintaba delicado y colorido.
Marino hablaba de Coimbra, y yo lamentaba haberme sentado, como siempre, al lado de El-Fará, pero sólo con la boca chica.
Aunque su nombre pueda dar lugar a confusión, El-Fará no es árabe, al menos él no conoció a ningún antepasado que lo fuera. Al parecer le puso ese nombre su padrino de pila que, según tengo entendido, lo sacó de un libro de aventuras que acababa de leer poco antes de que le echaran el agua bendita al chico por encima.
El-Fará se ganaba también la vida haciendo reír al prójimo (prójimo es igual a próximo, y la más cercana por su siniestra era yo...). Hacía reír al prójimo –digo-, con la intención de ayudarle a que se curara de sus males, fueren éstos los que fueren. A mi me había regalado ya varias sesiones, andaba la cosa a... ¿una sesión por cada día de encuentro? Más o menos.
Fue la camarera la que trajo la comida. Yo ya tenía mis calamares y a El-Fará le acababan de traer los langostinos con salmón. Su plato quedaba muy decorativo.
-Sus langostinos –dijo la camarera.
-Esto sí que es un plato en condiciones.
-Es que aquí lo hacemos todo con mucho arte, señor.
-Pues a mi me encanta todo lo que acabe en “arte” –contestó El-Fará a la camarera mientras le disparaba una sonrisa picarona.
-Pues qué bien –le contestó ella-, yo creo que sin pillarlo, (o pillándolo, pero ya sabemos que una camarera tiene que guardar las composturas, y más cuando las tiene bien puestas, como era el caso...)
A mi se me iban los ojos detrás del salmón de El-Fará, que lo tenía a mi derecha, y mis calamares no me llamaban tanto la atención, (soy una inconformista y también una indecisa). Él lo notó y puso un buen trozo en mi plato, a lo que correspondí dejando en el suyo un par de aros o tres de calamar. Y es que generoso sí que es, y serio también cuando tocan a serlo, pero, cuando quiere, le busca las cosquillas a las mismísimas estatuas.
A Fonso le pareció que ya era hora de que nos concentráramos un poco y habláramos de la celebración del día. ¿Y cuál era?: Pues... ¿Por qué a un día le sucede otro? ¿Cómo incidió la luz de esa mañana en nuestras mentes creativas? ¿Qué significa la primavera para el alma...? Sí. Y todas esas cosas que se preguntan los artistas para responder luego en bonito y que lo disfruten otros.
-Esta mañana –dijo Fonso- amaneció a las 6:35. Lo comprobé porque me pilló la aurora componiendo un soneto en el estudio. Me travé en el segundo terceto y cuando me di cuenta me sorprendió el amanecer en el verso catorce. Menos mal que lo acabé. Cuando uno hace sonetos de amor no tiene percepción del tiempo. Y más si te quedas atascado en algún verso. Pero habrá soneto nuevo para la reunión del lunes.
Una solemne carcajada llenó toda la mesa y traspasó a otras colindantes. Fonso puso cara de mosqueo e interrogación.
-¿Qué pasa? ¿He dicho algún inconveniente?
-No, tú no, pero... ¿Es que no veis lo que está haciendo El-Fará?
El-Fará sostenía un langostino en su mano derecha, mientras que con la izquierda, sujetaba un aro de calamar con su reboce amarillo-mostaza y hacía pasar por su interior al pobre langostino, muerto y bien cocido, pero tan sonrosado como la mismísima salud y con la cola recogida en forma de cedilla.
-Es que domo langostinos –dijo. Y se quedó tan pancho. Es más, siguió haciendo pasar por el aro a dos o tres bichos más. Su plato parecía una maqueta del Price en versión marina.
Tuvo que intervenir Azid para poner orden. Hizo un comentario a Liarana, que la tenía al lado, comentario que yo no alcancé a escuchar desde el otro extremo de la mesa, y después, Liarana se puso a contar los pormenores de la publicación de su último libro de poemas, como cambiando de tema deliberadamente.
Intenté yo abundar en el tema hablando de mis últimos versos pero, como acababa de llegar de la costa, me salían de lo más cursi: Que si el mar se iba de farra con la luna..., que si la espuma de las olas..., que si la vela de los barcos... ¡Era mejor cuando hacía poemas a los gatos de angora! Quizá sea porque, como soy del interior, en cuanto veo el mar me vuelvo loca.
Azid volvió a reconducir la cosa hablando del libro que traíamos todos entre manos, (más que entre manos, entre mentes, pero para nosotros no hay demasiada diferencia).
Comimos, hablamos, deliberamos más y nos cundió el tiempo. Así pensamos todos. Todos menos Fonso, que nos seguía viendo como a alumnos indómitos que no permiten dar la clase. ¡Vaya!, al final logramos convencerle, supongo.
Hasta que llegó la hora del postre y se acercó de nuevo la camarera roji-negra a ofertarnos las delicias de la casa:
-... y helado de tres gustos. (Os juro que dijo de tres gustos).
-¿De tres bustos? –dijo El-Fará- Eso es lo que quiero.
No conforme, se le antojó ver cómo lo hacían y dijo que se iba a la cocina. Tenía el quit de la risa en su maleta y eligió, entre todos los objetos, ponerse una nariz de payaso para acercarse al corazón del santuario gastronómico. No era la primera vez que hacía el payaso de esa forma, pero en otros sitios, así que ninguno imaginamos que era capaz de ir de esa facha a la cocina. La nariz era una bola de un tono rojo pálido. Al incrustarla sobre la suya se le abrieron, a modo de aletas, un poco los extremos y, sinceramente, todos pensamos en lo mismo. Decididamente la prótesis nasal rojiza tenía una forma clara de testículo con fiebre.
“¡Tierra, trágame!” –pensamos todos- cuando de verdad se levantó y, con dos narices, se introdujo en la cocina. Vimos y oímos las risas allá dentro. Él sabrá lo que les dijo, que de tonto no tiene un pelo, pero al postre invitó la casa.
¿Entendéis ahora por qué he preferido ser yo misma la narradora de esta historia? No he tenido valor suficiente como para ponerle al cuento un narrador externo, porque hay cosas que deben quedar en familia, ¿qué le importa a nadie?
Somos un club muy unido y yo ya he tomado mis precauciones para que nadie nos pueda reconocer así como así; estaremos pirados pero no somos tontos, y no pienso irme de la lengua diciendo el nombre de los sitios en los que nos solemos reunir. He vuelto atrás en el cuento y veo que ya se me escapó lo de decir que estábamos en La Casa de No-Sé-Dónde, con eso es suficiente y no acaba de gustarme mucho mi desliz, debí morderme más la lengua, pero pase. Aunque, como no me acordaba del Dónde, supongo que nadie dará con el sitio. Puede que tampoco ninguno de nosotros. Pero acabaremos encontrándonos.
Todos los derechos©Ángeles Fernangómez