INICIO AQUÍ LA PRIMERA PARTE DE UN RELATO TITULADO "LA CASA", ESCRITO HACE YA ALGÚN TIEMPO, Y ESTRUCTURADO EN 4 PARTES, A MODO DE PEQUEÑOS CAPÍTULOS, QUE COMIENZAN SIEMPRE CON LA MISMA FRASE:
"Andrea llegó a la casa".
. (2002)
.
Todos los derechos©Ángeles Fernangómez (texto y foto)
Todos los derechos©Ángeles Fernangómez (texto y foto)
1ª parte: RAÍCES
Andrea llegó a la casa.
Llevaba en su manita el pequeño cabás que siempre utilizaba en la Escuela de Párvulos. Lo dejó en el suelo para poder jugar libre de trabas por el patio. Su casa, la casa en la que ella hacía "casa" si venían mal dadas y algún peligro acechara, estaba así, como posada dentro del escenario natural de aquel pueblecito de montaña. Si alguien le hubiera preguntado a ella si la casa era bonita, hubiera dicho simplemente: “¡pues claro!” Y si hubieran querido saber por qué, quizá sólo escucharan como respuesta: “porque es mi casa y es muy grande y tiene un patio para jugar”.
Era bonita porque era su casa, simplemente por eso. Había nacido allí, y Andrea aún estaba en los años en los que se goza de esa maravillosa inconsciencia que sólo poseen los niños y que permite que todo sea porque sí, sin más, sin buscar recovecos.
Ese patio, que escondía misterios conocidos sólo por ella, se convertía en su mundo, solitario a veces, pero pleno de vida. ¡Era tan fácil y natural para ella crear, inventarse personajes y darles vida en su cerebro en aquel marco...! Y la huerta, con la gran morera, allá, al otro extremo, la huerta a la que llegar se convertía en una aventura peligrosa, al tener que atravesar el pasadizo oscuro y sortear después las babosas que salían al sendero de entre las hortalizas, las que a ella le daban tanto, tanto miedo. Esa aventura tardó en poder correrla a solas, pero acabó consiguiéndolo.
Era una casa enorme, sí -así al menos la veía ella-, en la que cabían todos y cada uno de sus sueños de infancia, y con ese sentimiento de seguridad, Andrea se quedó dormida al sol en la esquina preferida de sus juegos. ¡Qué grande, qué enorme era su casa! (Continuará)
Andrea llegó a la casa.
Llevaba en su manita el pequeño cabás que siempre utilizaba en la Escuela de Párvulos. Lo dejó en el suelo para poder jugar libre de trabas por el patio. Su casa, la casa en la que ella hacía "casa" si venían mal dadas y algún peligro acechara, estaba así, como posada dentro del escenario natural de aquel pueblecito de montaña. Si alguien le hubiera preguntado a ella si la casa era bonita, hubiera dicho simplemente: “¡pues claro!” Y si hubieran querido saber por qué, quizá sólo escucharan como respuesta: “porque es mi casa y es muy grande y tiene un patio para jugar”.
Era bonita porque era su casa, simplemente por eso. Había nacido allí, y Andrea aún estaba en los años en los que se goza de esa maravillosa inconsciencia que sólo poseen los niños y que permite que todo sea porque sí, sin más, sin buscar recovecos.
Ese patio, que escondía misterios conocidos sólo por ella, se convertía en su mundo, solitario a veces, pero pleno de vida. ¡Era tan fácil y natural para ella crear, inventarse personajes y darles vida en su cerebro en aquel marco...! Y la huerta, con la gran morera, allá, al otro extremo, la huerta a la que llegar se convertía en una aventura peligrosa, al tener que atravesar el pasadizo oscuro y sortear después las babosas que salían al sendero de entre las hortalizas, las que a ella le daban tanto, tanto miedo. Esa aventura tardó en poder correrla a solas, pero acabó consiguiéndolo.
Era una casa enorme, sí -así al menos la veía ella-, en la que cabían todos y cada uno de sus sueños de infancia, y con ese sentimiento de seguridad, Andrea se quedó dormida al sol en la esquina preferida de sus juegos. ¡Qué grande, qué enorme era su casa! (Continuará)