(viene de las 2 entradas anteriores)
Relato en 4 tiempos
Relato en 4 tiempos
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(2002)
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3ª parte: SENSACIONES
Andrea llegó a la casa.
Andrea llegó a la casa.
Había perdido la conexión con ella desde que su familia la vendió, hacía ya muchos años. Pero el viaje del que regresaba le había hecho pasar muy cerca de aquel pueblecito y sintió deseos de acercarse y observarla, aunque solo fuera desde la calle. Alguien la vio pasmada, mirando el portón como quien hubiera encontrado la puerta del mismísimo cielo y le preguntó si podía ayudarle en algo: “Sí, yo viví de niña en esta casa, ¿vive alguien ahora en ella?” Le contaron que, en la actualidad, estaba alquilada a un Grupo, una especie de ONG, o algo parecido, que la dedicaba a dar apoyo escolar a inmigrantes de toda la zona. “¡Curioso uso, nunca lo hubiera imaginado!” -pensó-.
-¡Pero entre, no se quede ahí, le dejarán verla gustosamente, se lo aseguro! Y Andrea solo gastó el tiempo necesario para agradecer la información antes de aceptar la sugerencia. Abrió el portón y las sensaciones fueron desfilando en perfecto orden. Lo primero, el leñero techado que el mastín utilizaba para dormir y donde ella escondió una vez sus zapatitos. Después, el patio de sus juegos y aquellos curiosos rituales infantiles, luego..., ¡cómo se le agolpaban las sensaciones en que se convertían imágenes y recuerdos! Con su imagen de niña ocupando esos espacios, recordó a sus hijos, algunos ya casi adultos. Quizá no fueran como ella les soñó, pero eran sus hijos y se sentía feliz si les veía aceptar sus vidas y había amor en sus miradas. Ya no eran bebés, ni siquiera niños, pero aún la necesitaban.
La casa estaba hecha solo de emociones y sentimientos agrupados. Eran las raíces de aquel árbol preñado ya de frutos, que conformaban su vida; era sus pilares y el centro de su seguridad.
A Andrea le pareció oír expresiones de su madre que ella misma reproducía sin saber muy bien por qué, desde hacía algún tiempo.
Lo miró todo, y todo lo que pudo acarició, incluyendo el huerto, con el guiño a la morera, gesto que tuvo la sensación de ser correspondido. Ese árbol, que a ella le parecía el de la vida, estaba allí, delante de sus ojos nuevamente.
Se resistía a dejar la casa tan pronto, cuando le ofrecieron una excusa perfecta para alargar un poco la visita.
-Supongo que le gustaría quedarse un rato más, ¿verdad? –le dijo una mujer, que apareció tras la puerta de entrada-. Dentro de unos minutos vamos a servir una merienda, ¿querría acompañarnos?
-Sí, gracias, -dijo sin vacilar un momento-, me encantaría. Y la conversación fluyó sin encontrar tropiezos.
Al atardecer, reanudó el camino y, las preocupaciones familiares que venían ocupando casi toda su mente antes de llegar, fueron sustituidas sin ningún esfuerzo, por una imagen que le llenaba de alegría: una niña con su mismo nombre, corría de un lado para otro de la casa, riendo con esa gracia contagiosa de la que solo los niños conocen el secreto. Sonrió y le invadió una alegre sensación de bienestar. (continuará)
-¡Pero entre, no se quede ahí, le dejarán verla gustosamente, se lo aseguro! Y Andrea solo gastó el tiempo necesario para agradecer la información antes de aceptar la sugerencia. Abrió el portón y las sensaciones fueron desfilando en perfecto orden. Lo primero, el leñero techado que el mastín utilizaba para dormir y donde ella escondió una vez sus zapatitos. Después, el patio de sus juegos y aquellos curiosos rituales infantiles, luego..., ¡cómo se le agolpaban las sensaciones en que se convertían imágenes y recuerdos! Con su imagen de niña ocupando esos espacios, recordó a sus hijos, algunos ya casi adultos. Quizá no fueran como ella les soñó, pero eran sus hijos y se sentía feliz si les veía aceptar sus vidas y había amor en sus miradas. Ya no eran bebés, ni siquiera niños, pero aún la necesitaban.
La casa estaba hecha solo de emociones y sentimientos agrupados. Eran las raíces de aquel árbol preñado ya de frutos, que conformaban su vida; era sus pilares y el centro de su seguridad.
A Andrea le pareció oír expresiones de su madre que ella misma reproducía sin saber muy bien por qué, desde hacía algún tiempo.
Lo miró todo, y todo lo que pudo acarició, incluyendo el huerto, con el guiño a la morera, gesto que tuvo la sensación de ser correspondido. Ese árbol, que a ella le parecía el de la vida, estaba allí, delante de sus ojos nuevamente.
Se resistía a dejar la casa tan pronto, cuando le ofrecieron una excusa perfecta para alargar un poco la visita.
-Supongo que le gustaría quedarse un rato más, ¿verdad? –le dijo una mujer, que apareció tras la puerta de entrada-. Dentro de unos minutos vamos a servir una merienda, ¿querría acompañarnos?
-Sí, gracias, -dijo sin vacilar un momento-, me encantaría. Y la conversación fluyó sin encontrar tropiezos.
Al atardecer, reanudó el camino y, las preocupaciones familiares que venían ocupando casi toda su mente antes de llegar, fueron sustituidas sin ningún esfuerzo, por una imagen que le llenaba de alegría: una niña con su mismo nombre, corría de un lado para otro de la casa, riendo con esa gracia contagiosa de la que solo los niños conocen el secreto. Sonrió y le invadió una alegre sensación de bienestar. (continuará)
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Todos los derechos©Ángeles Fernangómez (texto y foto)
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