MI ROSTRO Y YO
(2003)
Me pides que me describa, me analice, haga de mi una biografía, un autorretrato… ¿y cómo? Mi rostro es el único que jamás he visto. Y cualquiera puede verlo menos yo. Mi cuerpo es el único que sólo veo a trozos. ¿Cómo pues, podría hacer el retrato de mi misma, el autorretrato que me exijo sólo porque tu me pides que lo haga?“Descríbete”, me dices; “es necesario que lo hagas”. Y yo no sé, no se si sé, porque no he probado nunca a hacer que mis ojos den la vuelta y miren hacia mi. Toco mi rostro, lo siento…, pero no lo puedo ver al natural, en cada movimiento, en todas las secuencias de cada uno de mis actos. ¿Lo has pensado? Yo lo he hecho muchas veces, incluso creo que a menudo me obsesiona. Un día, cuando aun era una niña, recuerdo que me puse frente al espejo de un armario de luna y me tiré un buen rato mirando, mirándome. Yo creía que me veía, que ésa era yo, porque yo ya no existía en mí, estaba allí, en el armario. Yo era ésa, y ésa era yo. Me asusté, me asusté mucho, tanto que cogí el caballito de madera y lo estampé contra la luna del armario. YO, me partí en pedazos…, pero no sangraba, no estaba rota. Me toqué -no estirando las manos hacia ella (yo), sino encogiendo los brazos hacia mi (¿yo también?)-, y seguía siendo, estaba entera, sin un rasguño siquiera. Era el alma tan sólo la que se sentía arañada. Yo no era aquella, aquello era sólo un maldito cristal que se había adueñado de mis formas. Lloré, lloré… Lloré mucho: “Mamá, mamá, ¿por qué no puedo ver mi cara?”Sigo sin verla. El espejo continúa adueñándose de vez en cuando de mis formas, pero desde aquel día, sé muy bien que ésa que está enfrente no es, en ningún caso, la que corrió tras el primer amor y lo miró con ojos de gatita mansa. Así fue como aquel chico dijo que tenía la mirada, y la expresión quedó grabada en mi mente como si hubiera entrado en ella un algodón de feria: dulce, suavecito…, impregnando lo que toca. Pero, ¿cómo son los ojos (mis ojos) de gatita mansa? Él si me los vio, pero yo no; jamás he visto mis ojos, ni siquiera el espejo sabe darme la imagen que ellos tienen cuando miran a otra parte que no sea hacia sí mismos. Jamás sabré qué cara puse cuando corrí bajo la lluvia con diecisiete años en el cuerpo y el primer desamor en las entrañas. Lloraba, lloraba tanto que la lluvia me sabía salada. Me apoyé en la barandilla del viaducto. Quería hacerme ovillo y voltereta desde el puente hasta el asfalto. Gracias, amiga, por haberme seguido los pasos aquel día. Ese día aprendí un concepto nuevo, aunque ya conociera la palabra: amistad. Me abrazaste, me limpiaste la cara, amiga. Vi la compasión en el brillo de tus ojos. ¿Qué reflejarían los míos? Estaba triste, muerta casi, eso lo sabía, pero… ¿cómo fruncía, estiraba, alargaba… o encogía mi rostro para que se viera que lo estaba? Yo, no me lo veía. ¿Cómo estar segura de que reflejo lo que siento? Y, aunque así lo haga ¿cómo lo reflejo yo? ¿Cómo son mis gestos cuando corro, trabajo, me asusto, hago el amor, me cabreo al volante o pinto un cuadro? Vinieron los años de creación (ahora me han abandonado) y me puse a pintar como una loca. Las ideas fluían a borbotones y el pincel se las veía mal para seguirles el ritmo: Emociones, de todo tipo, pero fuertes, siempre fuertes. ¡Lo que hubiera dado por verme en aquellos años! Verme en directo, digo. En cada pulsación, en cada sorpresa, en cada idea, pensamiento a pensamiento y puesta en marcha. Y vuelta a empezar. Ya me estas juzgando, lo percibo: “¿Es que sólo vas a describir lo malo de tu vida?”-sé que piensas. He visto en ti tantas veces la mirada que me hace ese reproche…Te haré caso. Hay una foto en mi mesilla de noche. Mis hijos me besan en la cara y yo sonrío. Sé que sólo es el instante del disparo de una cámara, un clic dentro de tres vidas, pero disfruto mirándola. Me vienen imágenes de columpios en el parque, de canciones a la luna, de olores de bebé recién bañado…, de más besos; y parece que respiro el Universo cuando en realidad sé que es sólo un suspiro de vida en unas vidas, pero eso no me importa cuando la miro y veo la imagen de mis hijos. Me siento feliz y plena recreando ese momento. Esa es la excepción dentro de mi regla. Estoy tan bien sabiendo que fui feliz aquel momento… Todo está bien ahora, todo está bien, tengo que estar satisfecha con mi vida, la foto me lo dice, y me siento afortu… Mira, lo siento, no puedo seguir fingiendo estar contenta, porque no lo estoy. Por algo estoy aquí ¿no? Ya sé que lo veo todo negro en este presente que se alarga demasiado. Quería dar otra imagen de mi misma y contar cosas alegres, pero… ¿Acaso lo que te digo no es cierto? ¿Qué es una foto en una vida? Sólo un soplo de aire en un tornado, un segundo, un momento en millones de momentos. ¿Sabes cuántos segundos llevo ya vividos? Me he molestado en contarlos y anotarlos: 26.282.340. Y es posible que el último dígito ya no sea correcto. ¿Entiendes ahora que no me importe mucho el segundo de un clic entre tantos clics vividos? Es más, me está haciendo daño porque no puedo volver a ello y la foto es otra ilusión más como la luna del armario. Antes dije que me gustaba mirarla, pero voy a contarte la verdad: desde que no me encuentro bien la he guardado en el cajón de la mesilla. Me hace daño verla. Fue un momento afortunado, pero no he sabido prolongarlo, eso ya pasó y ahora… Mis hijos ya se han ido, sus vidas están en otras partes. Me siento coja y vacía, sí también vacía. A veces me voy al estudio, cojo el pincel entre las manos y me pongo frente al caballete donde tengo el lienzo inmaculado desde hace tanto tiempo. No me fluyen las ideas, no sé cómo empezar, sólo quiero rescatar momentos que no quieren volver, y los que preferiría anular me persiguen en las sombras. Y ahora ¿qué es lo que quieres?, que te hable de Él, ¿verdad? ¡Si ya lo sabes! Por favor, pídeme otra cosa. Oye, ¿quieres que te cuente la última película de Spielberg? Sólo hace dos días que la vi, está muy bien y la tengo muy reciente; puedo contarte… ¡Ah…!, que no, ¿verdad? Que no me vaya por las ramas. Pero, te repito que ese tema lo conoces ya de sobra. Anda, no me obligues. ¡Ya! que tengo que ser yo quien lo describa, que es bueno para mi, ¡claro! Bien, pues eso: un cruce de miradas, un subidón, otro, otro más…, más cerca, un poco más y… ¡enamorada como una estúpida! Luego un hijo, más tarde otro entre besos y peleas, entre lágrimas y risas. Después los celos, más tarde la evidencia. Y por último el adiós. Pero no me pidas que describa rasgo a rasgo los matices de mi cara entre una y otra de las muchas sensaciones hasta que llegó el olvido. No sé. No puedo. ¿Cómo se haría? ¿Podrías tú? Y ahora… ¡ya lo sé!, estoy aquí, asustada, angustiada, hecha puré por tantas emociones que sé muy bien cómo se sienten pero nunca estaré segura de haber sabido reflejarlas. Curándome de heridas, pidiendo que me ayudes. Este sillón que me sostiene frente a tu mesa de psicólogo conoce mejor que yo qué cara pongo cuando te cuento mi vida, o cuando abro mi cartera para pagarte otra consulta, (¿sesión se dice?).Y como terapia me pides que haga de mí un autorretrato. ¿Cómo? ¿No dicen que es la cara la encargada de dar reflejo al alma? Si sólo he visto estampas de mi misma, si no me he visto nunca de verdad, no sé si mi cara miente o se equivoca. O cuando dice que te quiere, parezca que te odia. Puede que diga la verdad pero yo nunca podré ser capaz de asegurarlo. Si no me veo cuando te miro, dime: ¿cómo quieres que lo haga?
Todos los derechos©Ángeles Fernangómez (texto y foto)