DÍA 10 (50 días)
EL SUMMA 112 A LAS PUERTAS DE
CASA
Aquella mañana era de sábado,
igual que lo es ésta desde la que lo recuerdo y escribo. Hacía sol y yo me
comportaba como una auténtica indiscreta mirando constantemente lo que pasaba
fuera. El jardín empezaba a estar tocado por la primavera, pero al lado de sus
barrotes rojos vi aparcado un coche del SUMMA 112. ¿Habrá pasado algo? -pensé-.
Transcurrido un rato, el coche se
fue, pero enseguida llegó una unidad más grande. Un hombre y una mujer vestidos con EPIs descendieron del vehículo. Yo quitaba dentro el polvo de las
estanterías, barría la casa, pero no dejaba de estar pendiente de la ventana.
¿Qué pasaría? ¿Sería alguien de mi misma escalera? ¿Quién necesitaba ayuda? No
sería de extrañar, estábamos en el pico de la epidemia y todo podía resultar,
si no normal, sí muy posible. Ni por un momento consideré la posibilidad de que
se tratara de otra enfermedad que no fuera la producida por el maldito
coronavirus. Dentro de casa, sonaba Louis Amstrong cantando What a wonderful
world.
Al cabo de un rato bajaron con
una mujer anciana a la que acercaron al coche en una especie de silla de ruedas
amarilla que más parecía una carreta que una silla. La mujer llevaba la máscara puesta y
gemía. Los sonidos en la ciudad tienden a subir hacia los pisos más altos, así que todo se escuchaba facilmente. La profesional sanitaria, con mascarilla y mampara ante su
cara le decía: “tranquila, corazón, que ya nos vamos; ya está, corazón, ya está”,
mientras su compañero sacaba la camilla y los dos juntos, a la de tres, pasaban
a la anciana de la silla a la camilla en un ejercicio de profesionalidad verdaderamente
admirable. La mujer seguía quejándose sin fuerzas, totalmente desmadejada y
ambos la consolaban mientras seguían con su protocolo. Yo ya me había
convertido, tal vez en una cotilla, una morbosa o no sé si en la mismísima vieja
del visillo, pero la verdad es que me sentía verdaderamente traumatizada con la
escena a la vez que no podía dejar de observarla. Cuando ya creía que se subirían
al vehículo para encaminarse al Hospital con la mujer, vi que les faltaba un
último e importante ritual: desinfectar la silla y desinfectarse a sí mismos.
Sacaron unos grandes pulverizadores y, tras rociar la silla de arriba
abajo, hicieron lo propio el uno con el otro por todo su traje de otro mundo.
Mientras uno de los dos ponía los brazos en cruz, el otro le lanzaba su vapor
líquido por todo su traje protector, por detrás y por delante. Después,
invirtieron los papeles. Fue entonces cuando, al terminar, subieron a la unidad
y se encaminaron calle abajo con la enferma dejándome un regusto amargo por la
mujer y otro regusto enternecedor por el exquisito trabajo de los profesionales sanitarios.
Desgraciadamente, esa sí era la nueva normalidad de aquellos días, ese término que
tanto se usa ahora, cuando comenzamos a relajar ya un poquito la presión.
Cerré la ventana. Luois Amstrong
ya había terminado la canción.
Ver la
muerte a la puerta
como un
tatuaje gris en la memoria
por los ojos grabado.
No hay
piel para las últimas caricias.
.
A día de hoy:
- Seguimos confinados no del todo
- Ya tenemos calendario de "desescalada" (por fases)
- Desde hoy podemos pasear por turnos unas horas.
- Curva descendente